Hace años, en un viaje por Chiapas me hice amiga de un joven húngaro. Nuestro último día en Palenque lo dedicamos a relajarnos en la orilla del río. Mientras estábamos allí llegó una familia, los padres y dos hijos que de inmediato entraron al agua y comenzaron a nadar. En un determinado momento el niño salió y tomó una botella de refresco vacía que le arrojó a su hermana, al juego se unieron los padres y así se divertían: lanzando una botella de PET.
Recuerdo el rostro de mi amigo, fascinado por el hecho de que la familia entera obtuviera tanta diversión de un objeto tan simple. A mí no me resultó extraño, creo que para el mexicano en general no es difícil encontrar la alegría en las cosas sencillas. Y aunque seguramente muchos encuentren un aspecto negativo en esta característica, hoy pienso en ello como algo positivo.
Ir de compras al supermercado, cenar unos deliciosos tacos, la visita de un amigo, ver el futbol con una cerveza en la mano, una noche de luna llena, disfrutar de nuestro programa favorito de televisión... a pesar de la cantidad impresionante de productos en venta, del avance de la tecnología, del ritmo de vida que nos ha sido impuesto, estoy segura de que los mexicanos no hemos perdido todavía la capacidad de disfrutar de esos simples placeres.
Y es que, si lo pensamos detenidamente, nuestra vida es una cadena de simplicidades. Si aprendemos a disfrutar de la sutil belleza de lo sencillo habremos dado un paso adelante hacia la verdadera felicidad.
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